La Convención Nacional de la UCR atestigua la vitalidad de los partidos. Y si termina bien, también su racionalidad.
Este fin de semana, la Convención radical se reúne en Gualeguaychú para elegir presidente. No, el presidente del partido no: el de la República. De la decisión de un puñado de boinablancas depende el futuro de Scioli y Macri. Ironías de la democracia después de los partidos.
¿Cuánto hace que un órgano partidario no ejercía semejante poder? Y encima es el radicalismo, la agrupación a la que tantas veces se dio por muerta. Un legislador bonaerense declaró en los '90 que “este partido duró 100 años porque no lo agarramos antes”. Dos décadas después, la UCR sigue desoyendo el testamento de Alem y sobreviviendo a sus líderes. Rota y doblada pero persistente. Y fundamental para la democracia.
El politólogo Adam Przeworski definió a la democracia como el sistema en el cual los partidos pierden elecciones. En Rusia, los opositores hacen fila en la puerta de los cementerios. En Venezuela, en la de las cárceles. En Argentina llenan plazas y comités. Porque, aunque Lilita grite golpe, el peronismo pierde elecciones y se la banca. No contra De Narváez, Massa o Chacho Alvarez, peronistas descarriados siempre prontos a volver. Esos zigzags no producen derrotas sino metamorfosis. Pero el peronismo a veces pierde contra no peronistas. Y hasta ahora, esos no peronistas fueron siempre radicales.
Entre 1983 y 1999, el radicalismo desarrolló una estrategia de poder. Quería ganar. Lo logró con Alfonsín y con De la Rúa, pero también lo buscó con Angeloz y con Massaccesi. Desde 2001, en cambio, decantó en una estrategia de supervivencia. Ricardo Alfonsín la define bien: “procurábamos no perder espacios en las instancias institucionales de poder, legislativos o ejecutivos”. Las candidaturas presidenciales de Moreau, Lavagna y el mismo Ricardo buscaron mantener presencia y espacios, pero no ganar. Y menos mal, porque habrían chocado en la esquina.
La estrategia de supervivencia era lógica. Después del colapso de 2001, el electorado adjudicó la responsabilidad al gobierno que explotó y no al que armó la bomba. El resultado fue otra década peronista con lateralidad cruzada.
En enero de 2013, Miguel De Luca y su coeditor presentaron en la Universidad de Salamanca el libro “La política en tiempos de los Kirchner”. Ante una vasta zoología politológica, aseveraron que la novedad de la década no fue la hegemonía kirchnerista sino la dilución del radicalismo. Fueron recibidos con mohines de incredulidad y cerveza. Pero un año más tarde, en una entrevista exquisita, Carlos Pagni reafirmaba el argumento: “nosotros hemos mirado esta década a la luz de la emergencia de los Kirchner. Yo la miro a la luz de la desaparición del radicalismo. Me explica mucho más y me explica a los Kirchner”. Maldición, mascullaron varios radicales que no querían explicar a los Kirchner.
Y reaccionaron.
La estrategia que el radicalismo adopte este fin de semana difícilmente será de supervivencia o de poder. O mejor dicho, debería ser ambas cosas.
El radicalismo no está listo para gobernar, pero la alternancia democrática exige que no desaparezca.
Su dirigencia aspira a persistir y recobrarse. Sobrevivir ahora para ganar la próxima. Porque para gobernar hacen falta mayorías legislativas, gobernadores consolidados y equipos formados. Pero en 2015 el quorum seguirá siendo peronista, los gobernadores radicales estarán verdes y los equipos estarán empezando a formarse en las provincias, intendencias y bloques parlamentarios.
Un presidente radical necesitará todo eso en 2019, cuando el modelo agroexportador sino-financiero termine de desmoronarse.
Si peronismo es ganar, como alega Vicky Murillo, radicalismo es durar. Entre los peronistas, el que pierde es un traidor; entre los radicales, traidor es el que se hace peronista. Los que se quedan tienen una misión: flotar. Porque no se llega al puerto en todas las elecciones. Eso no sería democracia.
Si quiere recuperar 1983, el radicalismo debe evitar 1999. Hay que madurar en el territorio antes de florecer en la presidencia. Porque de Alendes, Lilitas y Binners está repleto el mausoleo de la testimonialidad.