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Retóricas de la intransigencia

02 marzo de 2011

Reconstruir una narrativa de la fraternidad puede ser una propuesta estimulante

Una sociedad democrática funciona mejor cuando sus ciudadanos se organizan en unos

pocos grupos importantes (idealmente dos), definidos de manera clara, que sostienen

opiniones diferentes en casi todas las cuestiones centrales de la política. Pero puede suceder que esos grupos se amurallen unos frente a otros, generando de modo continuo líneas divisorias imaginarias que parcelan a la sociedad en facciones, de manera que cada grupo, en algún momento llega a preguntarse a propósito del otro, con asombro y mutua aversión: “¿Cómo han llegado a ser así?”.

El economista y sociólogo estadounidense Albert Hirschman escribió este párrafo hace veinte años en un libro que mantiene una extraordinaria actualidad y acaba de ser presentado por Babelia, suplemento cultural del diario El País como uno de los imprescindibles para entender el pasaje de un siglo a otro. La preocupación de

Hirschman en “Retóricas de la intransigencia” (Fondo de Cultura Económica, 1991) era cómo los imperativos de la argumentación impulsaban una dinámica confrontativa que terminaba contrariando el espíritu del debate democrático, condicionando

negativamente los deseos, el carácter o las propias convicciones de los participantes.

Casi sin darse cuenta, los grupos políticos e ideológicos más influyentes podían transformarse en repetidores de consignas maniqueas y lógicas amigo-enemigo, dedicando una importante porción de su energía a denostar al contrincante. Hirschman se refiere al tema comenzando por rendir tributo a una observación de Alfred N. Whitehead: “Los principales avances de la civilización son procesos que casi arruinan a las sociedades donde tienen lugar”. Afirma que una ola reaccionaria

continúa siempre a los avances sociales. Esto se expresa en tres tesis reactivo-reaccionarias principales, a las que llama la tesis de la perversidad, la tesis de la futilidad y la tesis del riesgo.

Según la tesis de la perversidad, toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico sólo sirve para exacerbar la condición negativa que se desea remediar. De acuerdo con la tesis de la futilidad, las tentativas de transformación social además de ser contraproducentes, tienden a resultar inocuas.

Finalmente, la tesis del riesgo sostiene que el costo del cambio es demasiado alto, porque pone en peligro algún logro previo. En el momento en que fue escrito, el ensayo de Hirschman observaba la avanzada de esta retórica reaccionaria representada por los neoconservadores y neoliberales. Con similar retórica a

la utilizada en los '70 para arremeter contra las políticas económicas y sociales del moderno Estado benefactor, se intentaba advertir entonces que cualquier intento de contrarrestar la idea de un mercado autorregulado y ordenador mediante

políticas activas de empleo, reformas fiscales con finalidad redistributiva, reglas de juego orientadoras para el desarrollo de ciertas áreas relevantes en una economía o intervenciones reguladoras por parte de las instituciones de la democracia, resultarían en un pernicioso retorno a modelos perimidos, al viejo estatismo.

En el último capítulo de su libro, Hirschman da un giro y advierte que los reaccionarios no tienen el monopolio de la retórica simplista y perentoria. También existe una retórica “progresista”, dice, que puede mimetizarse con su antagonista a fuerza de basar sus posiciones en el sencillo expediente de que “la historia está de nuestro

lado”.

Veinte años después, tomaron la posta algunos de los portaestandartes del nuevo populismo gubernativo. Recurren a las tres tesis de la retórica reaccionaria cuando suponen que todo cambio de rumbo y elenco de gobierno representaría un retroceso respecto de lo que se avanzó en los últimos años en materia de recuperación del poder

del Estado para intervenir en la economía y generar políticas redistributivas; cuando llaman “máquina de impedir” a quienes ponen la lupa sobre los abusos de poder y casos de corrupción; cuando descalifican las críticas de la oposición con el sencillo expediente de denigrar a sus exponentes o cuando alertan sobre el riesgo de introducir reformas que terminen con los poderes concentrados y discrecionales del Ejecutivo.

Pasar de las retóricas reaccionarias a una cultura de la conversación, podría ser un buen motivo convocante para la tan mentada calidad democrática. Una clase de diálogo más “amistoso con la democracia”, que no debe ser necesariamente una plática de salón o una política “blanda” que niega el reconocimiento del conflicto, sino

que empieza por entender a la participación democrática como un movimiento constante de ampliación de espacios e intercambio polifónico de voces. Pero dicho intercambio no es tal cuando se subsume en el enfrentamiento oficialismooposición o, peor aún, cuando se camufla en un torneo de descalificaciones absolutas a quienes

no comparten nuestra visión de las cosas.

Reconstruir una narrativa de la fraternidad puede ser una tarea más estimulante que reproducir la contraposición tramposa y maniquea entre políticas confrontativas que construyen poder democrático y consensos difusos que lo neutralizan.

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