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Saber técnico y política en Cambiemos

Quintana-Lopetegui
Quintana-Lopetegui
18 noviembre de 2016

(Columna de Diego Gantus, doctor en ciencia política ?UNR? e investigador ?UNR/UNER?)

La gestión política del gobierno está, como nunca antes, en mano de ex directivos de empresas privadas. Sus implicancias y el debate académico.

Días pasados, Ana Castellani, Paula Canelo y Mariana Heredia (que coordinan el Observatorio de Elites Argentinas del Instituto de Altos Estudios Sociales, UNSAM), compartieron cifras de su investigación. De los 367 cargos que componen el Nivel Superior de Gerenciamiento de la Administración Pública Federal, 114 están ocupados hoy por ex directivos de empresas. CEO's hubo siempre. Lo inédito es la cantidad y la calidad de la inserción. Demasiado alta en las áreas propias de la Gestión Política del Estado (Castellani, 2016). Las repercusiones de esta investigación continúan. Las colegas se concentran en un aspecto sustantivo de la discusión: conflicto de intereses derivado de la ocupación, consecutiva, de posiciones de responsabilidad directiva en el ámbito público y en el privado. En ciertos casos, en los mismos sectores.

Este inédito estado de cosas supone también que Cambiemos toma partido en otra discusión, antiquísima, y centrada en la pregunta: ¿Son las organizaciones públicas estatales esencialmente parecidas, o esencialmente diferentes a las organizaciones privadas? Dos siguen siendo las más influyentes respuestas.

Las semejanzas importan

Si se considera que las organizaciones públicas son semejantes a las organizaciones privadas en lo esencial, lo que se privilegia es el proceso administrativo (la identificación y puesta en acto de los mejores medios para fines dados). Ese proceso tendría características universales; así, el conocimiento adquirido en torno a él puede aplicarse en cualquier tiempo, lugar, organización. Y qué mejor que quienes han tenido éxito en un ámbito (público o privado) pasen al otro. Restricciones existen en todos lados; al fin y al cabo, ellas y ellos saben lo que hay que hacer, y hay que dejar que lo hagan. Estas ideas han sido acompañadas por la convicción de que es posible aislar relativamente a quienes definen los fines, de los que identifican y ponen en marcha los mejores medios para lograrlos. Esta separación no sólo es necesaria, sino deseable: la política (partidaria, pero también “de oficina”) no sólo es fuente de ineficiencia; es la raíz de muchos de nuestros males (de las organizaciones y de la sociedad). Para limitar el daño que puede hacer, debe acotársela.

“Son fundamentalmente semejantes en todos los aspectos no importantes”

Siguiendo a W. Sayre, así consideradas se reconoce que “gobernar” y “administrar” (o gerenciar) no son la misma cosa. El escrutinio público al que están sometidas las organizaciones estatales, el alcance e impacto de sus decisiones, las mayores limitaciones para el manejo del personal y el uso de los recursos, la complejidad del proceso de toma de decisiones y la variedad de intereses en juego, son algunas de las diferencias que se han esgrimido para fundamentar esa postura. Los estudios sistemáticos arrojan una conclusión: la administración de las organizaciones públicas es diferente, y fundamentalmente, más difícil. Lo afirman quienes han desempeñado cargos de alta gerencia y dirección en uno y otro ámbito (Allison, 1979).

Adicionalmente, los partidarios de esta segunda posición consideran que la pretensión de separar a quienes deciden de quienes ejecutan (a los políticos de los administradores), es mera ficción, cuando no torpeza o mala fe. Ambas funciones atraviesan toda organización; especialmente a las estatales. Y no sólo es un dato de la realidad; también es deseable que así sea. Es mejor que los que deciden lo hagan considerando las implicancias y desafíos que enfrentará la ejecución; de igual modo, que los responsables de la ejecución mejoren las decisiones, ajustándolas al nivel callejero de la organización. Quienes así piensan, reconocen y ponen en valor a la política; una tarea que alguien debe hacer, las más de las veces plagada de sinsabores, mal remunerada respecto de alternativas, y que demanda una profunda vocación de servicio.

#Cambiemos

La posición que privilegia las semejanzas y la separación entre política y administración, fue predominante hasta mediados del siglo pasado. Con el fin de la segunda guerra mundial, se impondrá la perspectiva que reconoce que “el Gobierno es diferente”, y que sus métodos para tomar decisiones son completamente diferentes de aquellos utilizados en las modernas corporaciones (un hecho de la vida que nunca pierden de vista los ejecutivos de empresas que son convocados para asumir tareas en el gobierno; McCurdy, 1986). Sin embargo, aquella tradición regresaría de la mano de las reformas administrativas inspiradas en la Nueva Gestión Pública en los años '90, buscando modernizar al Estado siguiendo el modelo de la gran empresa privada, sus técnicas, modelos, herramientas. El debate se reactualiza. Y el gobierno de Cambiemos es una excelente excusa.

¿Qué implicancias tiene este debate, amén de las ya señaladas por el Observatorio de Elites Argentinas? En primer lugar, está la cuestión del desempeño. La Gestión política del Gobierno lejos está de lucirse. La premisa “saben lo que hacen, hay que dejar que lo hagan”, colisiona con el “estamos aprendiendo” del Ministro de Energía, o el “error de cálculo” del Ministro Prat Gay sobre la reacción empresaria a la devaluación. Marchas y contramarchas, cotidianamente, se nos presentan como síntomas de “un gobierno que escucha”. ¿Diálogo y apertura no deberían preceder a la toma de decisión, en lugar de sucederla. Quizás, lo que esté fallando sea la política. Eso no se enseña en ningún MBA.

En segundo lugar, debe señalarse el riesgo de distorsión en la deliberación democrática que introduce el gobierno de los técnicos (Camou, 1997). Su experiencia para lidiar con una realidad compleja, adquirida en la dirección de empresas, es un atributo del que carecerían las/os políticas/os. Esa es la fuente de su autoridad. También de su autonomía. La que puede permitirles, bajo ciertas condiciones, imponer sus preferencias de política aún cuando fueran diferentes a las de quienes las/os nominan (Dargent, 2015:5).

Pero gobierno de los técnicos y democracia no pueden sino constituir una tensión permanente. Y “?cuando la política cede su lugar a la tecnocracia, no estamos hablando tanto del poder relativo de los técnicos, sino de la renuncia de la política ?y a la política? como idea rectora de nuestras sociedades” (Ochoa H. y Estévez, 2006:7).

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