(Columna de Ernesto Calvo)
El Primer Mandatario de Estados Unidos ha preparado el terreno para avanzar contra instituciones claves en caso de que un evento catastrófico ocurra.
Si en el primer acto una pistola cuelga de la pared, decía Antón Chèjov, en el tercer acto la pistola debe ser usada. En efecto, no hay elementos innecesarios o irrelevantes en la economía política de Chèjov. Visto desde esta esquina del mundo, la de los espectadores, la pistola que cuelga en la pared no es una estrategia literaria sino un dato de la realidad. La puesta en escena deja migas de pan, pistas, señales, que el espectador experimentado utiliza para anticipar el tercer acto. Ser los primeros en detectar estas señales, los primeros en anticipar quién es el asesino tiempo antes de que este nos sea revelado, es uno de los grandes placeres de nuestras vidas como espectadores. Nuestro pulso se acelera, la adrenalina aumenta y los niveles de estrés suben, preparando el corazón para resistir lo que es ya un resultado inevitable. A los fines prácticos, el crimen es un dato de la realidad. Solo falta aclarar detalles: la víctima, el lugar, la oportunidad.
También participamos de este juego en la política. Interpretamos la esfera pública como una obra dramática, leemos actos fallidos como confesiones de parte y “sabemos” que los políticos siembran operaciones hoy para cosechar votos, dinero o poder en el día de mañana. Cuando vemos a un político caminar con un arma, un martillo y dos clavos, “sabemos” que en el tercer acto esa arma será utilizada. Solo falta descubrir quién será la víctima, el lugar, la oportunidad.
PRIMER ACTO
Donald J. Trump es un animal político único, no es un secreto. David Karol, uno de los principales especialistas sobre el Poder Ejecutivo en Estados Unidos, me confesaba hace un par de semanas que su seminario de CienciaPolítica sobre la Presidencia ha tomado un tono particularmente bizarro, dado que cada afirmación viene acompañada por la misma aclaración: “Esto, por supuesto, no se aplica al caso de Trump”.
Nunca en la Historia de Estados Unidos existió un Presidente elegido sin tener ningún tipo de experiencia política previa. Trump jamás compitió por un cargo electivo; jamás fue funcionario de gobierno a nivel federal, estadual o municipal; jamás participó de la interna del Partido Republicano o Demócrata, abierta o veladamente, en cualquiera de sus instancias. La gran mayoría de su gabinete, el cual incluye militares, multimillonarios, y un pequeño número de políticos conservadores, tampoco ha sido fogueado en la política de este país que concentra más de 20% del ingreso de la humanidad y casi la mitad del arsenal nuclear existente.
Donald J. Trump es también un político atípico porque está dispuesto a destruir gran parte de las instituciones del Estado del cual es el líder. Antes que incrementar el presupuesto con el cual trabaja, Trump simplemente quiere bajar la carga impositiva que a él le toca pagar como ciudadano. Hay que entender que para Trump, ser elegido presidente no es una “promoción”, el ascenso a un cargo honroso que merece el respeto de sus pares, sino un trampolín para mejorar su posición material y simbólica como líder en el sector privado.
Donald J. Trump no tuvo prurito en designar a Scott Pruitt como líder de la Agencia Nacional de Medio Ambiente (EPA), un político conservador oriundo de Oklahoma que durante años buscó desestabilizar y desmantelar a la EPA desde su posición de fiscal general de ese Estado. También designó al exgobernador de Texas, Rick Perry, como secretario de Energía (como se designa a un ministro en la jerga de EE.UU.). Perry, para quien no lo recuerda, es quien había prometido la Secretaría de Energía cuando compitió en las primarias republicanas del 2011. A cargo de Educación fue nombrada Betsy DeVos, una billonaria sin credenciales académicas cuya propuesta política es transferir gran parte de los fondos de las “fallidas escuelas públicas” a las escuelas chárter, privadas y religiosas. Estas designaciones son acompañadas por un proyecto de Ley de Presupuesto, recientemente ingresado al Congreso, que incluye recortes de más de 30% para el estratégico Departamento de Estado y el EPA, y la eliminación masiva del financiamiento para programas sociales y culturales. La nueva política de Trump elimina la mayoría del financiamiento para la “diplomacia blanda” (la diplomacia de los fondos) y tan sólo aumenta el gasto militar para la “diplomacia dura” (la diplomacia de las bombas).
Mientras el Estado se achica y el gasto militar se expande, Trump también busca introducir dos cambios fundamentales en la estructura impositiva y en el comercio de Estados Unidos. Esto incluye una reducción a gran escala de los impuestos al ingreso, un recorte que favorecerían desproporcionadamente a su clase y un aumento de los impuestos al comercio internacional. Con estos dos cambios, Estados Unidos abandonaría una política de recaudación históricamente progresiva en favor de una recaudación profundamente regresiva, cambiando el costo fiscal hacia los consumidores de clases medias y bajas.
DOS CLAVOS Y VARIOS TUITS
Estados Unidos no ha visto un asalto conservador de esta magnitud en décadas. La estrategia de Trump es mucho más radical que la que fuera implementada por Ronald Reagan, proponiendo cambios que ponen en riesgo existencial el tímido Estado de Bienestar que los Estados Unidos construyó en la posguerra. El arma colgada en la pared de la obra inaugurada por Trump, por ello, no es la reforma impositiva y la desarticulación de gran parte de las agencias estatales. Eso ya es un hecho. Las preocupaciones de los norteamericanos están mucho más ligadas a la expansión de grupos supremacistas blancos que han demostrado una gran afinidad con el Presidente, así como a la declarada fascinación de Trump por la confrontación militar como ejercicio del poder. Muchas propuestas políticas, comenzando por su política antimigratoria como también en su abandono de la diplomacia “blanda”, anuncian objetivos que van más allá de la pura redistribución de clase.
Mientras las políticas de Estado mínimo avanzan, Trump ha sembrado el espacio político con mensajes que advierten que cualquier ataque terrorista a Estados Unidos tendrá a los jueces como parte y cómplice, dado que no han “validado” su política antiinmigratoria. Potenciales crisis son responsabilidad de los demócratas, quienes no “votan su gabinete”; de la OTAN, que no invierte en Defensa; la ONU, que inhibe el poder de EE.UU.; de China, que compite deslealmente. Cada revés judicial a sus políticas, las cuales refieren habitualmente a temas sociales que activan a su base, han sido acompañadas por tuits como el del 5 de febrero: “No puedo creer que un juez pueda poner a nuestro país en tal peligro. Si algo ocurre, échenle la culpa a él y al sistema legal. La gente entrando como un torrente. Malo!”. En distintos tuits, Trump ha preparado el terreno para avanzar contra instituciones claves en caso de que un evento catastrófico ocurra. En lo debemos interpretar como una estrategia deliberada para avanzar sobre la oposición si la oportunidad se presenta, el espacio de lo público ha sido “sembrado” de advertencias a ser ejecutadas en caso de calamidad. Estas amenazas “veladas” han sido reconocidas por políticos tanto demócratas como republicanos, aun cuando sólo los primeros se han atrevido a confrontar abiertamente al Presidente. La pistola de Chèjov ha sido colgada en las paredes de la esfera pública de Estados Unidos, lista para ser usada contra sus instituciones democráticas en caso de crisis.