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Votando con los ojos

14 agosto de 2011

(Columna del economista Eduardo Levy Yeyati para la edición online)

Me comenta un colega y amigo que un asesor de campaña (y repentina celebridad local) recomendó, primero a Macri y luego a Del Sel, abstenerse de mencionar programas o propuestas, para concentrarse en la imagen y en mensajes genéricos y positivos. Me cuenta que cuando el ex Midachi quiso mostrar en televisión el libro blanco con diagnósticos y programas esmeradamente compaginado por su asesor técnico para la campaña, el gurú lo instruyó: ponelo sobre la mesa, mostralo, pero no lo abras.

Mi amigo me confía, no sin un dejo de respeto, las bases científicas de esta estrategia. Por ejemplo, el asesor menciona un experimento en EEUU en el que se les mostró a un grupo de personas las imágenes de pares de candidatos de elecciones pasadas (en otros estados, para evitar una familiaridad previa) y se les preguntó, sin más datos, por quién votarían. Y que en el 90% de los casos las respuestas coincidieron con los resultados electorales. Me cuenta que le cuenta que la mayor parte de una elección la decide la imagen y que, de esa imagen, una parte esencial está determinada por lo que llama infraexpresiones, pequeñas señas que, como un inadvertido jugador de poker, el candidato desliza al expresarse frente a una cámara y que generan simpatía o recelo en el futuro votante. Moraleja: cerremos el think tank y busquemos (y perfeccionemos) una buena cara.

El experimento de referencia lejos está de sugerir que el 90% de una campaña se resuelve con una buena sonrisa y una acertada combinación de colores. El estudio en cuestión describe un experimento realizado a estudiantes de ciencias políticas en el que se les preguntó cuál de dos personas mostradas en la pantalla de una computadora les parecía “más competente”. Según el trabajo, en un 70% de los casos las elecciones de los estudiantes coincidieron con el resultado de las elecciones reales.

Vale aclarar que, si la imagen no tuviera ninguna influencia en la elección (es decir, si el "rostro competente" tuviera las mismas chances de ganar la elección que el “rostro incompetente”) el nivel de coincidencias debería ser del 50% (los estudiantes acertarían la mitad de las veces). Así, si bien el 70% de coincidencia reportado en el trabajo es significativamente mayor que 50%, está muy lejos de sugerir que el 90% de la elección se decide con los ojos. Así, antes de saludar o rechazar esta nueva epifanía, vale la pena ponerla en perspectiva.

Del mismo modo, las infraexpresiones que el gurú importado trae a estas tierras vírgenes donde tanto purista electoral atrasa hablando de programas y propuestas y modelo de país no son otra cosa que las fugaces expresiones faciales estudiadas, entre otros, por Paul Ekman, y reflejadas en series como Lie to me (o en la tristemente célebre interrogación de Nafissatou Diallo, la supuesta víctima de Strauss Kahn, por parte de "expertos" en microexpresiones).

Dicho esto, la interpretación causal de estos resultados (algo así como “cara mata programa”) es casi demasiado tentadora como para dejarla pasar: en un conocido artículo comentando otro trabajo sobre el mismo tema, el New York Times tituló: “Los rostros deciden las elecciones”. Y “All things considered” (un programa de la radio pública estadounidense muy popular entre la intelectualidad urbana) declaró que podíamos "olvidarnos de las encuestas políticas ya que los votantes prefieren a candidatos que se ven competentes, aunque no lo sean". De hecho, hubo quienes sugirieron ocultar los rostros de los candidatos para evitar estos sesgos presuntamente distorsivos.

No es casual que la elección de Santa Fe haya disparado un debate (hasta entonces, latente) sobre la naturaleza de las campañas políticas. Por un lado, el candidato del PRO hizo una campaña corta, en gran medida (aunque no exclusivamente) mediática y con una plataforma deliberadamente delgada (perfeccionando una estrategia que, me apuro a aclarar, es subscripta con mayor o menos convicción por candidatos de todo el espectro político).

Por otro lado, la elección de Santa Fe introdujo la boleta única que, más allá de sus muchas virtudes, desacopla la lista sábana y facilita el voto cruzado, multiplicando los niveles de decisión y reduciendo en principio la densidad de información con la que se vota en cada caso. En otras palabras, la boleta única potenciaría la importancia de una cara bonita, particularmente a medida que descendemos en el rango del cargo electivo.

Si bien no es posible cerrar con una conclusión positiva en ausencia de evidencia empírica local, las consecuencias de estos patrones (y de su exageración por parte de gurúes agnósticos proclives a la autopromoción) son preocupantes desde un punto de vista normativo. El dilema no es nuevo: hay trabajos académicos que sostienen que ciertos rasgos físicos y faciales suben la probabilidad de tener éxito e incluso la de un mejor desempeño. Pero de ahí a cifrar la calidad del candidato puramente en la imagen hay una distancia considerable, que a mi juicio no hay transitar.

¿Debemos postergar candidatos buenos porque no miden bien en cámara, reemplazar programas por slogans e invocaciones al "diálogo", poner el aparato al servicio del sex appeal? ¿Debemos resignar la boleta única ?resignarnos a que la gente puede votar como mucho a una persona por vez? o reforzar la campaña para asegurarnos que el votante no se compre un caballo de Troya? ¿Debemos pedirle al candidato que sea más preciso sobre el programa antiinflacionario o que se enderece la corbata?

El debate está abierto.

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