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La grieta ni es nuestra ni es para tanto

La famosa grieta sigue existiendo como el “cuco” de la política argentina, por lo que aportar para un debate serio sobre su significado no vendría mal.

La división por razones políticas existe pero no es una anomalía vernácula.
La división por razones políticas existe pero no es una anomalía vernácula.
Francisco Devoto 15 septiembre de 2022

Hace pocos días, el escenario político mostró indicios de la posible capitalización política de una tendencia que hace no mucho tiempo viene apareciendo en boca de algunos políticos que buscan perfilar candidaturas de cara al 2023, el “antigrietismo”. Con Córdoba como cabeza de playa, el antigrietismo busca presentar a la ciudadanía una opción electoral “limpia” y “descontaminada” de lo que algunos consideran uno de los mayores males de la política argentina, la grieta, ¿es para tanto? ¿es posible una política sin grietas?

Comencemos nuestro andar recuperando un poco de historia. Cuentan las crónicas de tiempos antiquísimos que incluso antes de que Cristo naciese, existía la grieta, de una manera que hace que se deba salvar las diferencias, pero existía. Ya en Roma, promediando el Siglo II a.C, un político muy reconocido entre sus congéneres llamado Catón el Viejo cerraba todos sus discursos, cualquiera fuera el tema del que se tratase, con una frase particular que bregaba por la total eliminación de los enemigos políticos de la República.

“Por lo demás, pienso que Cartago debe ser eliminado”, decía Catón, y dejaba bien en claro que para que los buenos romanos existiesen, los malos cartagineses debían desaparecer.

Sabrá el lector que Cartago era la única nación en el mundo capaz de representar un peligro para la hegemonía romana y sabrá además que la cosmovisión de aquel entonces implicaba preferir lo romano y rechazar lo no-romano con el execrable epíteto de “bárbaro”. Pero el fin de recuperar este curioso hecho histórico no es el de aburrir ni encontrar algún tipo de relación entre la Roma antigua y la República Argentina, sino advertir que las diferencias en lo que a lo político se refiere, son carne de cañón para cualquier construcción política desde muchísimo tiempo. Antes incluso de que existan el peronismo o el radicalismo, lo juro.

Quien mejor teorizó sobre el antagonismo y la polarización en política, ya desde un enfoque más interno que externo fue tal vez Carl Schmitt, para quien la esencia de la política misma reside en la distinción constante entre el amigo, el que está con nosotros y el enemigo, el extraño, el ajeno. Uno de los puntos más importantes del pensamiento schmittiano es que el enemigo en política, muy al contrario de lo que se podría pensar, es el garante de la paz y el que mantiene al juego político andando, ya que reafirma la identidad al tener con qué contrastarla, pero también obliga a reconocer las diferencias. De una manera más simplificada, sin la existencia del otro, no podemos ser nosotros y al reconocer que hay otros, domesticamos las diferencias y las normalizamos como parte del juego.

Pero dado que Schmitt es reconocido como uno de los teóricos que sustentó, por lo menos desde la teoría, violentas prácticas que apelaban a lo diferente como justificación, la pregunta que aparece es ¿cuál es el límite a la polarización o cuándo hay que limitarla? La pregunta es en sí misma y por obvias razones, inexcusable. Veamos.

Algunas respuestas que tienen gran asidero en la política últimamente suelen asociar polarización a violencia política, formulando soluciones que implican eliminar diferencias entre espacios muy disímiles entre sí a través de consensos, pero ¿qué tan cierto es un consenso entre iguales? ¿cuánto se debe sacrificar en pos de una pretendida cercanía entre fuerzas políticas? ¿el consenso eliminará también la comparación entre unos y otros o las marcadas diferencias a la hora de resolver temas de agenda?

 Formulemos otra respuesta más benevolente con la polarización y con el espíritu de este artículo que parte de Hannah Arendt y que dice que el límite al antagonismo, necesario en política, es la deshumanización. Cuando la polarización reduce al otro a la figura de un “nada” y cuando con justificaciones ideológicas o identitarias se violan derechos humanos o se acometen intentonas golpistas en contra del juego democrático, ahí es cuando el límite se debe hacer valer. Y ese límite debe ser una construcción de dos sentidos, desde las instituciones formales y desde la sociedad civil en su aspecto más informal.

Hasta aquí, tal vez se haya podido ya ver el primer punto que se pretende hacer, que tal vez sea obvio, pero que no obstante parece necesario: la grieta” es una estrategia política de antaño, cuya utilización no es, como tendemos a hacer de casi todas las cosas, un patrimonio exclusivamente argentino. Nuestra famosa grieta bien podría asimilarse a la polarización que acontece en Estados Unidos entre Demócratas y Republicanos, en España entre el PSOE y el Partido Popular, en Uruguay entre Blancos y Colorados o en Brasil entre el Partido de los Trabajadores y el Partido Liberal. Considerar que todos los países listados tienen una enfermedad endémica urgente y que no les permite avanzar, como se suele diagnosticar aquí, es una sobresimplificación, al menos si lo que se pretende es resolver algo.

Un segundo punto importante y poco recuperado, es que el alcance de la grieta parece estar bien contenido por nuestras instituciones democráticas, o que la grieta no es para tanto. Para justificar esto basta con ver que al, afortunadamente fracasado, intento de magnicidio a una de las figuras más polarizantes del país, le siguieron mensajes condenatorios de todo el arco político partidario y el repudio entero de casi toda la sociedad argentina al atentado y a los perpetradores. La sociedad argentina puede estar ideológicamente fragmentada, pero ello no implica que se vuelva a tiempos oscuros de nuestra historia. Lo que se ha podido ver desde la vuelta de la democracia hasta aquí es que la grieta no agrieta la democracia.

El juego político es una cosa tan maravillosamente imprevisible que inclusive nuevas estrategias de polarización aparecen constituyendo nuevas “grietas” en el escenario político nacional. Nuevos outsiders que asoman y que buscan hacer crecer su caudal electoral construyen una nueva grieta (con un apoyo electoral no despreciable) que es la que divide a la sociedad entre “la gente” y “la política”, entre “los laburantes” y “la casta”, entre “los honestos” y los “chorros”. Por otro lado, el nuevo polo “antigrietista” mencionado al principio de este artículo es en sí mismo, y paradójicamente, una grieta, que se juega para sus partidarios de la siguiente manera, los anti-grieta, moderados en busca de consensos interpartidarios, y los “grietistas”, políticos extremistas y polarizantes sin voluntad conciliadora.

Por lo pronto y para finalizar, este artículo buscó poner de relieve algunas cuestiones, que la grieta (o la polarización) existe desde siempre, que por lo tanto no es un patrimonio exclusivamente argentino y que, por lo menos en nuestro caso, no vale la pena preocuparse demasiado.

Respecto del futuro político de cara a un año electoral, muy pocas cosas son seguras. Resulta imposible saber qué lado de las grietas en juego convencen más al electorado o qué tanto apelaría a la ciudadanía un discurso libre de polaridad. Lo que sí es seguro es una cosa, que la grieta seguirá existiendo, tal vez bajo otras formas, pero allí estará, como estuvo ayer y como está hoy. El lector que llegó hasta aquí tal vez haya podido advertir que este artículo bien podría haberse llamado también “nada nuevo bajo el sol”.

            

 

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