La estrategia polarizadora tiene ventajas, pero es cada vez más riesgosa. ¿Por qué persiste el vértice oficialista en recurrir a la polarización política?
¿Por qué insiste en ello cuando la mayoría de la opinión pública rechaza ese rumbo y su prosecución choca contra las restricciones institucionales del régimen político? ¿Se trata de voluntad política, de cálculo estratégico, de obstinación?
Que la polarización está motivada por la voluntad política es, a esta altura, un evidente patrón de comportamiento. Desde sus albores, el kirchnerismo viene recurriendo con invariable consistencia a la polarización. En un principio, lo hizo como producto del ensayo y el error: ensayó primero una estrategia más consensuada ?intentando, por ejemplo, acordar con el PJ y la UCR la remoción de los miembros más veteranos de la Corte Suprema? pero ante su fracaso optó por polarizar ?entonces, pidiendo el juicio político de la “mayoría automática” menemista?. En cuanto la polarización se mostró eficaz, empezó a utilizarla como marca de identidad ?para distinguirse de sus predecesores por su disposición a extremar la retórica en su uso? y como herramienta de administración de la coalición ?para premiar con cargos y apoyo a los dirigentes que se sumaran a sus cruzadas y castigar con el ostracismo o el hostigamiento a los demás?. Luego reiteraría estas prácticas en cada ocasión en que otros actores se opusieran a sus fines: las elecciones, el control de precios, la resolución 125, la ley de Medios, la reforma del Poder Judicial, etétera. La polarización no siempre le sirvió para doblegar a sus adversarios, pero fue consistentemente útil para organizar y conducir a sus huestes ?a las cuales sedujo por afinidad o disciplinó por temor a quedar del lado de los perdedores?. Esta eficacia seductora y disciplinaria permitió, además, cimentar la construcción identitaria del kirchnerismo como una fuerza cuyo éxito estaba en la fortaleza de la voluntad política.
Pero no es sólo por voluntad política que el kirchnerismo ha polarizado sino también para adaptarse a las restricciones institucionales del régimen político argentino. Por un lado, a las asociadas con la división de poderes: el sistema electoral proporcional, que impone la representación de las minorías e impide alcanzar la mayoría calificada en el Congreso; los mecanismos de designación de jueces, que requieren tanto en el Consejo de la Magistratura como en el Senado el concurso de la oposición para nombrar y destituir jueces; el federalismo, que garantiza a las provincias la libre elección de sus gobernantes y la conducción de todos los asuntos no reservados por la Constitución al Gobierno Federal. Por otro lado, a la reelección indefinida con intervalos, que impone al jefe de toda fuerza gobernante la necesidad de construir y colocar un sucesor simultáneamente confiable y débil para asegurarse la oportunidad de regresar al gobierno. La polarización puede ser útil para superar estas restricciones: permite construir una identidad política fuerte y un liderazgo excluyente con los cuales disciplinar las fuerzas propias, politizar la burocracia y cooptar al Legislativo y al Judicial, para que el líder sea capaz de ungir sucesores leales y defenestrarlos ante cualquier desviación.
Lejos de ser novedoso, el comportamiento polarizador del kirchnerismo replicó al de sus predecesores. Todos los líderes partidarios fuertes desde la ley Sáenz Peña recurrieron a la polarización para tratar de superar estas restricciones institucionales. Hipólito Yrigoyen lo hizo convirtiendo a la UCR en una maquinaria electoral verticalizada y debilitando la presidencia de Marcelo T. Alvear; Juan Domingo Perón lo hizo destruyendo la autonomía de las fuerzas políticas que lo apoyaban, forzando la exclusión de sus opositores y reformando la Constitución; Carlos Menem lo hizo acorralando a la UCR con un plebiscito para forzarla a consentir la reforma constitucional que habilitó su reelección y dejando, al cabo de su segundo mandato, activada la bomba de tiempo del tipo de cambio fijo con déficit fiscal.
Todos estos intentos de superar las restricciones institucionales del régimen político chocaron contra las consecuencias de las herramientas elegidas para concretarlos. La polarización y la hegemonía contribuyeron a la división de las élites políticas y, al cabo, de porciones significativas de la sociedad. Esa división reforzó los comportamientos más extremos: la intolerancia y la violencia. Estas, por su parte, debilitaron la legitimidad de la política democrática y alentaron tanto los golpes de Estado como la naturalización de las prácticas autoritarias y excluyentes. Como consecuencia, la polarización resultó en definitiva contraproducente: los líderes en cuestión terminaron expulsados del gobierno o perdiendo el control de sus fuerzas políticas, y el resto de la sociedad ?que debió pagar con sus libertades, sus bienes o sus vidas el precio de esa dinámica? acabó por restarle legitimidad a la polarización para salir así de su laberinto.
Como a sus predecesores, polarizar le sirvió al kirchnerismo para minimizar los efectos de algunas de estas restricciones institucionales: permitió minar la disciplina de las fuerzas opositoras en el Congreso, disciplinar a un buen número de jueces con la amenaza del juicio político, y a gobernadores e intendentes con transferencias fiscales discrecionales, y sobre esa base imponer algunas políticas controvertidas. Pero no alcanzó para lograr todo lo que el vértice gubernamental se proponía: sin cooperación opositora, no pudo colonizar el poder judicial ni reformar la Constitución para eliminar el intervalo entre reelecciones. La voluntad política encontró, aquí, sus límites.
Frente a esos límites, empero, el kirchnerismo continúa optando por la polarización. En ello seguramente haya algo de voluntad y de obstinación, pero también de cálculo. Sin polarización, difícilmente podría el vértice gubernamental enfrentar la campaña electoral: no tiene candidato propio, ni confía en la lealtad del mejor posicionado, ni puede garantizar que en caso de triunfar le asegurará el mantenimiento de sus privilegios ni de sus políticas preferidas, ni tiene tiempo ni perspectivas para ofrecer en materia económica ?en medio del default, la recesión y la inflación? como para fabricarse un candidato leal que sea electoralmente competitivo. En estas condiciones, la polarización sigue apareciendo como el curso de acción más atractivo: con ella, más las transferencias fiscales, puede aspirar a continuar disciplinando a la dirigencia peronista y a condicionar a los candidatos presidenciales copándoles las listas de legisladores nacionales y la dirección de la campaña y, simultáneamente, puede sostener la construcción identitaria con la cual se propondría competir por el poder en el futuro. La moderación diluiría esa identidad, le obsequiaría a sus adversarios internos la propiedad de un eventual triunfo y minaría sus posibilidades de liderar al peronismo hacia 2019.
Que la polarización siga siendo una opción racional no implica que vaya a funcionar esta vez. La ventana para la reforma constitucional se cerró y las restricciones institucionales operan en plenitud. En un régimen de reelección indefinida con intervalos, quien no puede asegurar el control de los intervalos difícilmente obtenga la reelección. Sin reelección, ni heredero, ni beneficios para mantener la disciplina, seguir polarizando encierra al kirchnerismo en un laberinto del cual ?sugiere tanto el pasado como su propia historia? ya no puede salir por arriba.