Una vez que inician su carrera política, todos los dirigentes se imaginan en el lugar de primer mandatario pero son pocos los que imaginan cómo y cuál es su lugar una vez que finaliza su rol.
El problema que surge de qué rol toman los ex presidentes se lo conoce como el dilema del jarrón chino y su autor fue Felipe González, ex presidente español (1982-1996) cuando se refirió a estos como grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños: no se retiran del mobiliario porque se supone que son valiosos pero, aun así, están allí molestando y ocupando lugar.
En la Argentina, este dilema tiene nuevamente más vigencia que nunca ante la encrucijada que suponen las elecciones del año que viene.
Nuestros ex presidentes siempre han intentado recuperar un cierto protagonismo o retornar -usualmente sin éxito- a la arena electoral u otra función que, a la postre, no arriba a buen puerto. Carlos Saúl Menem intentó retornar a la Casa Rosada sin éxito en el 2003 y perdió la gobernación de La Rioja en el 2007 aunque pudo refugiarse en el Senado hasta su muerte. Duhalde dilapidó su capital político en el 2011 al resultar quinto con menos del 6% de los votos. Y Raúl Alfonsín atraviesa una suerte de revisionismo crítico por su rol en la crisis del 2001 cuando era senador, justo después de presidir su partido.
Actualmente, las fuerzas bi-coalicionales en torno a los cuales parece que se estaba ordenando el sistema de partidos argentino tienen a sus respectivos ex presidentes, Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri, como los epicentros de la ecuación a resolver para destrabar el futuro de los liderazgos de sus espacios.
Sin embargo, este no es un problema que se circunscribe meramente a nuestro país. Brasil se encuentra en una discusión similar frente a una campaña electoral donde Lula y Bolsonaro disputan el poder y la judicialización de la política que, con ex mandatarios presos, puede generar un revanchismo interminable ¿Cuál es la solución? ¿Inmunidad presidencial post mandato? ¿o acaso una banca vitalicia en el Senado?
Algunos países han intentado resolver el dilema efectivamente otorgándoles una banca vitalicia en el Senado. Sucede con Paraguay a través del artículo 189 de su Constitución. Chile hizo lo propio con Pinochet y Frei hasta que la norma fue eliminada en el 2005 del mismo modo que en Perú cuando suprimió su Senado en 1993. El artículo 59 de la Constitución italiana también habilita a quienes hayan ejercido la Presidencia como senadores vitalicios, aunque nada dice sobre no volver a postularse. Y en julio del 2020 entraron en vigencia las nuevas enmiendas de la Constitución de Rusia que introduce la mencionada figura pero su efecto real lo veremos recién después de la era de Putin.
Francia, por su parte, es un caso sugestivo ya que contempla a los ex mandatarios como miembros permanentes del Consejo Constitucional, órgano que básicamente, controla la constitucionalidad de las leyes. Además, sus ex presidentes no pueden ir presos por hechos cometidos en su mandato sino por los perpetrados antes y después de estos. ¿Acaso el sueño de Richard Nixon cuando afirmaba en 1977 ante David Frost que si lo cometía un presidente no era ilegal? Es así que a Sarkozy, quién también intentó fallidamente retornar al Elíseo en el 2017, lo condenaron a prisión por cuestiones referidas al financiamiento de su campaña y no de su ejercicio presidencial.
Ahora bien, la realidad es que la interrogante de qué hacer con el jarrón está más arraigada a una cuestión de práctica cultural, uso y costumbre, y de memoria institucional que a reglas constitucionales. A diferencia de México y Costa Rica cuyos presidentes solo lo pueden ser por un único mandato y sin posibilidad alguna de nueva designación, Chile y Uruguay tienen un solo período pero con posibilidades de volver a serlo tras el intervalo de un periodo. De tal modo, en los últimos años hemos visto una sucesión de Michelle Bachelet por la centroizquierda y Sebastián Piñera por la centro derecha en Chile, o de Tabaré Vázquez con Pepe Mujica en Uruguay ambos por el mismo frente.
Una práctica habitual en países desarrollados resulta ser cuando los ex mandatarios terminan sus días presidiendo fundaciones y thinks tanks como Carter, Clinton o José María Aznar. O incluso terminan recibiendo cargos honoríficos en sus partidos que les permiten abocarse a tareas internacionales en distintos foros internacionales como la Unión Internacional Demócrata o la Internacional Socialista, por ejemplo, que son presididas por un ex ministro canadiense y uno griego respectivamente.
Estados Unidos decidió aprobar su vigesimosegunda enmienda constitucional para limitar a un máximo de dos mandatos, luego de la experiencia de las cuatro victorias de Franklin Delano Roosevelt, con la prohibición de ocupar cargos al ex presidente. Por esa razón, hoy Donald Trump parece sugerir que buscará en dos años una nueva oportunidad en la Casa Blanca. Una gran incógnita a resolver para el partido del elefante.
Y la mayoría de los países restantes permiten dos mandatos consecutivos sin limitación para ocupar otros cargos o volver a la primera magistratura en el futuro; lo que supone que la situación de jarrón se configura cuando estos líderes se rehúsan a correrse del rol protagonista o permitir el ascenso de delfines.
Los dos ex presidentes hoy configuran problemas mayúsculos tanto en materia electoral como en gobernabilidad.
En el caso del oficialismo cabe preguntarse qué rol podría llegar a jugar Cristina Fernández de Kirchner, hoy accionista mayoritaria del Frente de Todos, ante un posible nuevo presidente peronista como lo podría llegar a ser Sergio Massa, si es finalmente ungido como el candidato del 2023. El peso político de la actual vicepresidenta parecería ser, tanto hoy cómo en ese escenario hipotético, trascendental para consensuar las grandes políticas públicas así como muy pesado políticamente como para cumplir un mero rol institucional.
En el caso de la oposición, Mauricio Macri coquetea constantemente en visitas esporádicas al interior y al conurbano con una posible candidatura. Si bien esa candidatura no condiciona a la totalidad de Juntos por el Cambio si afecta a las pretensiones de los otros candidatos que disputan el liderazgo del PRO; por lo que se entrevé un rol de árbitro con poder de veto cuyas funciones no terminaron el 10 de diciembre del 2019.
En el medio, la pregunta que hoy Brasil se hace es también pertinente más al sur para no caer en una espiral de presidentes procesados, condenados o, como en Perú, desde destituidos a muertos. Los jarrones ponen en jaque al resto de los dirigentes de sus espacios pero a su vez todos dependen de sus bendiciones si desean combustible para la carrera del 2023.
Lo paradójico es que el problema es también geográfico: mientras una encuentra el núcleo de su sustento electoral en la provincia de Buenos Aires, el otro allí encuentra su mayor resistencia y rechazo en las encuestas de opinión. Por si fuera poco, los dos superan el 50% de imagen negativa.
Al mismo tiempo, ambos se nutren de la mutua confrontación como dos polos opuestos donde el efecto polarizante del “Boca-River” sería lo más funcional a ellos. Como dijera Juan Rodil en 2017, quizás la existencia de uno es el principal ingrediente para la supervivencia del otro, y tal como el Guasón de Heath Ledger le dice a Batman: “Creo que tú y yo estamos destinados a hacer esto por siempre”.
Ambas coaliciones quedan así bloqueadas en la sucesión de nuevos líderes limitando la posibilidad de que expandan su base de sustentación. Así, el dilema toma más vigor y, más allá de los fueros, bancas vitalicias o consejos constitucionales, el problema está más atravesado por una cultura política que no concibe a los gobernantes como inquilinos de la Casa de Gobierno sino como personificaciones de gestas personales.