(Columna de María Matilde Ollier)
Se rompió el hechizo del efecto arrastre de los candidatos nacionales sobre los provinciales y los resultados lo evidencian.
El largo camino hacia la presidencia acaba el 22 de noviembre. Por casualidad o por la lógica de la política, los ciudadanos optaron por dar al próximo jefe de estado la legitimidad que el balotaje demanda. Este instituto constituye una herramienta electoral que provee a los postulantes a un cargo ejecutivo, la mayoría absoluta de los sufragios válidos para acceder al mismo. Si ningún competidor reúne la mitad más uno de los votos, se convoca a una segunda vuelta para definir al vencedor. Ahora bien, en nuestro país existen tres modos de acceder a la presidencia: 1) lograr 45% más uno en la elección general, 2) obtener 40% más uno y un diferencia de 10 puntos con el postulante que le sigue en esos comicios, y 3) recurrir al balotaje (50% más uno) entre los dos postulantes más votados de no cumplirse ninguno de los resultados anteriores. Es decir, un candidato puede ser presidente sin responder a la legitimación mayoritaria que procura el ballotage. Este doble estándar, uno de primera minoría y otro de mayoría absoluta, lleva a la Constitución a contener dos criterios contrapuestos de legalidad y legitimación electoral para la elección de un presidente. Con la concurrencia a las urnas el 22 de noviembre la ciudadanía va a darle sentido al balotaje procurando que la primera magistratura posea la legitimidad electoral que confiere el mismo.
Los resultados de las elecciones del 25 de octubre evidencian la dificultad de las encuestas para pronosticar resultados. El fenómeno no es exclusivo de la Argentina y nos enfrenta a varios interrogantes; entre ellos se encuentra averiguar si los ciudadanos dicen la verdad, contestan sin pensar demasiado o cambian su preferencia luego de responder la encuesta. Hubo claramente un voto oculto a Mauricio Macri y a María Eugenia Vidal que las encuestas no estaban en condiciones de predecir. De ahí las sorpresas que los números acarrearon para propios y extraños: la necesidad de recurrir al balotaje para elegir presidente, sumada a la escasa distancia entre Daniel Scioli y su segundo, y el triunfo de Vidal en Buenos Aires. Todas sorpresas que preanuncian un fin de ciclo, no solo porque CFK termina su mandato sino porque los dos candidatos más competitivos poseen orientaciones y perfiles similares y a su vez contrastantes con los exhibidos por la actual presidenta.
El desenlace del domingo último dejó al descubierto errores y aciertos de las estrategias de CFK y de Macri para encarar la campaña. Sobre todo la capacidad de cada uno para elegir candidatos en puestos claves. La primera se equivocó al pensar primero a Amado Boudou como su sucesor y al evitar la contienda entre Florencio Randazzo y el actual candidato presidencial del FPV. Fracasó en su pedido al Ministro del Interior para que se postule como pre-candidato a gobernador bonaerense. También se mostró erróneo haber propuesto la fórmula Fernández-Sabatella para Buenos Aires pues ésta llevó a que el peronismo pierda la provincia luego de ejercer de forma in-interrumpida la gobernación durante 27 años. Fue un mal camino integrar la fórmula provincial con un peronista de mala imagen y un kirchnerista duro enfrentado con el peronismo tradicional del distrito, sobre todo si se tiene en cuenta la presencia de Sergio Massa y Felipe Solá, funcionando como alternativa para los votantes justicialistas. Finalmente, su evaluación de la opción por Scioli aún está por verse, pues hasta ahora el gobernador no superó el techo de 40% ni en las PASO ni en las generales. En cuanto a Macri mostró ojo político para elegir sus postulantes, tanto a Horacio Rodríguez Larreta en la Capital y a Gabriela Michetti acompañando en la fórmula presidencial, como a Vidal, ahora electa gobernadora bonaerense.
El triunfo de Vidal rompe la tradición por la cual desde 1983 un radical o un peronista han sido gobernadores en la provincia. Vidal se convierte en el gran suceso de esta elección que dejó al desnudo el rechazo al candidato oficialista y la victoria de una opositora. Por primera vez en la historia de la política bonaerense una mujer --que por otra parte no es esposa, ni hermana, ni hija de? será la jefa del gobierno. Se rompió así el hechizo del efecto arrastre de los candidatos nacionales sobre los provinciales y los resultados electorales lo ponen al descubierto: Scioli obtuvo más votos que Fernández y Vidal ganó más sufragios que Macri. El efecto arrastre nacional no funcionó. Por su parte, el desenlace electoral confrontó varios mitos de campaña que en esta ocasión explicaban el “seguro” triunfo de Fernández: los votos inducidos por los planes sociales, los fantasmas de los aparatos imbatibles y las maniobras de fraude. Sin embargo no siempre la estrategia del miedo falla, a veces puede dar buenos resultados. En Buenos Aires, la estrategia del miedo a la droga fue más poderosa que la estrategia del miedo al retiro de los planes.
Frente a todos estos mitos y realidades políticas, de cara al balotaje, Scioli y Macri enfrentan desafíos diferentes. Por lo tanto van a desplegar estrategias difíciles de comparar, pues sus situaciones son bien distintas, aún cuando ambos deban conquistar a los votantes de Massa, quienes se han convertido en los árbitros del futuro presidente. Parece que Scioli debe elegir entre los dos caminos posibles de recorrer: recostarse en el kirchnerismo o hacerlo en el peronismo. Pues ambos no parecen fáciles de combinar. Macri, por el contrario, encara solo el desafío de conquistar los votos del massismo. Sin embargo estos votantes no son homogéneos, al contrario se componen de una variación que va desde el más duro antikirchnerismo, pasando por diversos grados de lealtad al peronismo hasta llegar a los independientes de distintos gustos. Scioli tiene que combinar lo que hoy parece incombinable y Macri debe armar un discurso que contenga la variedad descripta o elegir un target y acertar. Sin duda, el que mejor resuelva el desafío será el próximo presidente de la Argentina.