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Missing Clinton

Los países de la región buscan no verse atrapados en una dinámica de “nueva guerra fría”, dominada por los intereses de seguridad de Estados Unidos

Peligra la Cumbre de las Américas
Peligra la Cumbre de las Américas
Tomás Múgica 27 mayo de 2022

La IX Cumbre de las Américas se celebrará en Los Angeles, entre el 6 y el 10 de junio. La controversia precede a la reunión: encabezados por México, varios países latinoamericanos (entre ellos Argentina, pero también Bolivia, Chile, Honduras y diversos Estados caribeños) han cuestionado la decisión del Gobierno norteamericano de no invitar a Cuba, Nicaragua y Venezuela (al menos hasta ahora). 

Apoyado en la llamada “doctrina Biden”, según la cual la competencia entre democracias y autocracias constituye la principal línea de conflicto en el sistema internacional actual, el Gobierno norteamericano se niega a darle lugar a regímenes autoritarios (al menos en América Latina, hace algunas semanas la administración Biden recibió sin cuestionamientos a los mandatarios de las ASEAN, países que en la mayoría de los casos no pueden ser calificados como democracias), que además son los principales apoyos de Rusia en América Latina. Todo ello en el contexto de la guerra en Ucrania, que se ha transformado en una proxy war.

Andrés Manual López Obrador, Alberto Fernández y Luis Arce amenazan con no asistir al encuentro; Jair Bolsonaro tampoco concurriría, aunque en este caso los motivos parecen estar más relacionados con sus diferencias ideológicas con Biden y los riesgos que se plantean en su agenda electoral. Sin esos protagonistas, la Cumbre se volvería un hecho menor, una reunión de segundo nivel. Para evitar ese resultado, se suceden los contactos desde distintos niveles del Gobierno norteamericano. 

El incidente es revelador de una dinámica más amplia y la Cumbre constituye un termómetro significativo de las relaciones interamericanas. Mucho ha cambiado desde la primera Cumbre de las Américas -versión moderna de las antiguas reuniones panamericanas- que tuvo lugar en Miami en 1994. Eran tiempos del Consenso de Washington, en los cuales la influencia de Estados Unidos, indiscutido ganador de la Guerra Fría, era incontrastable. Tiempos de la sonrisa triunfadora de Bill Clinton. Otros tiempos, que tal vez algunos funcionarios de la Administración Biden añoren. 

Hoy todo se ve muy diferente. Tres tendencias aparecen en el horizonte: el declive relativo de Estados Unidos y el ascenso de China, con su impacto sobre las relaciones hemisféricas; la incapacidad de Estados Unidos de articular una agenda en línea con las prioridades de los países de América Latinay la creciente fragmentación de América Latina, que impide a los países de la región desarrollar acciones conjuntas en el terreno internacional. 

El vínculo con China está modificando la relación de Estados Unidos con América Latina. China es el segundo socio comercial de la región en su conjunto (US$ 450.000 millones de intercambio en 2021) y el primer socio de buena parte de los países latinoamericanos considerados individualmente, como Brasil, Chile y Perú, por mencionar los más importantes. 

Es además un importante proveedor de financiamiento a los Estados de la región, que compite con los principales organismos multilaterales de crédito en sectores como energía, infraestructura y transporte, con un stock de préstamos por un monto cercano a los US$ 140.000 millones. El flujo de capital chino probablemente crezca en los próximos años, en el marco de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, a la cual ya han adherido 21 países de América Latina y el Caribe, entre ellos Argentina, en febrero de este año. 

La “carta china” acrecienta el margen de negociación de los países de la región frente a Estados Unidos. Se trata de la expresión más reciente de la estrategia de diversificación de vínculos externos, herramienta tradicionalmente utilizada por los países latinoamericanos para balancear su relación con su vecino más poderoso. Estados Unidos, en resumen, está perdiendo influencia en la región, que encuentra en China un socio alternativo para su desarrollo. 

Dos matices son necesarios para completar el panorama: a) la influencia de Estados Unidos es mayor -y la de China menor- en México, Centroamérica y el Caribe que en América del Sur; para México y los países del istmo centroamericano (incluido Nicaragua), Estados Unidos sigue siendo el principal mercado e inversor (y proveedor de remesas); b) en el área de seguridad internacional el interlocutor más importante de los países de la región sigue siendo Estados Unidos. No hay un despliegue militar chino o ruso equivalente a la presencia norteamericana en ese terreno, aunque el rol de Rusia como proveedor de equipamiento bélico es muy significativo en Cuba, Nicaragua y Venezuela. 

Segundo, hay un desajuste entre las prioridades norteamericanas y las de los países de la región. Más allá del optimista lema oficial de la Cumbre, “Construyendo un futuro sostenible, resiliente y equitativo”, la agenda de Estados Unidos hacia la región está dominada por temas negativos y sujeta en alto grado a los vaivenes de su política doméstica. En lo esencial, la prioridad norteamericana pasa por limitar la presencia en América Latina de potencias extra-hemisféricas, especialmente China y Rusia (actores centrales en los escenarios geopolíticos que concentran la atención de la política exterior de los Estados Unidos, esto es, el Indo-Pacífico y el Europa Oriental) y controlar flujos peligrosos provenientes de la región, especialmente la migración ilegal y el narcotráfico.

A nivel doméstico, algunos de los temas relacionados con América Latina, como la migración y las relaciones con Cuba (y en menor medida) Venezuela tienen un alto impacto político, relevante a pocos meses de las elecciones de medio término. 

La administración Biden intenta mantener algún equilibrio entre la necesidad electoral inmediata y una visión más sofisticada de la acción externa, que contemple intereses de mediano y largo plazo. Así, sostiene un discurso duro frente a los regímenes autoritarios de la región y evita invitar a sus líderes a Estados Unidos; al mismo tiempo ensaya una moderación de ciertas medidas: pocos días atrás (16 y 17 de mayo), el Departamento de Estado anunció la relajación de restricciones a viajes y remesas que pesan sobre Cuba, e informó la flexibilización de sanciones a Venezuela, permitiendo a Chevron reiniciar conversaciones con el gobierno de Maduro sobre actividades futuras en ese país. 

Frente a este panorama, los países de la región buscan no verse atrapados en una dinámica de “nueva Guerra Fría”, dominada por los intereses de seguridad de Estados Unidos. Por ello rechazan la narrativa “democracias vs. autocracias” y defienden una versión pluralista -en términos del régimen político doméstico- de la comunidad interamericana. Promueven, además, una agenda alternativa dominada por temas de desarrollo, como el combate a la pobreza y la desigualdad, el crecimiento económico y el cambio climático. En resumen, la mirada de Estados Unidos sobre las relaciones interamericanas prioriza la seguridad; la de América Latina, el desarrollo. 

Tercero, la región muestra altos niveles de fragmentación, en términos de afinidades ideológicas, modelos productivos y opciones geopolíticas. Ello limita su capacidad de acción común frente a actores más poderosos, incluyendo Estados Unidos. La tendencia a la fragmentación es de larga data, pero su impacto negativo es mayor a medida que bloques y Estados de tamaño continental se consolidan como los actores dominantes de la política internacional (tal como ha sucedido con China en los últimos años). 

Una muestra notoria de esa fragmentación es la incapacidad de construir posicionamientos conjuntos en ámbitos multilaterales. Así sucedió, por ejemplo, en la elección de autoridades del BID en 2020, cuando Mauricio Claver-Carone fue electo como primer presidente norteamericano del Banco, rompiendo un patrón vigente desde 1959. Más recientemente, es clara la disparidad de posicionamientos frente a la invasión Rusia a Ucrania: algunos apoyan, más o menos explícitamente, la posición rusa (Bolivia, Cuba, Nicaragua, Venezuela); otros adoptan posturas intermedias (Brasil y México). 

  • También Argentina, aunque desde el comienzo del conflicto nuestro país ha ido acercando su postura a Occidente, y El Salvador, cuyo Gobierno es cuestionado por EE.UU. por su record en materia de democracia y DDHH). 

Un tercer grupo se opone de manera más decidida (Colombia, Chile y Costa Rica los más notorios.)

Para Estados Unidos, como se ve, vienen tiempos difíciles en su relación con América Latina. Desde el sur, la perspectiva es distinta. La redistribución del poder a nivel global - en tanto acota el peso de Estados Unidos en la región, omnipresente durante la Guerra y la Posguerra Fría- ofrece a los países latinoamericanos oportunidades para construir un sendero de desarrollo económico y político más autónomo. 

Ello no relativiza, sino que hace más urgente, atender las falencias que persisten y que hacen difícil navegar el mundo que se avecina. La falta de concertación política y la debilidad de los proyectos de integración económica a nivel regional y subregional -proyectos que deben ser un motor de transformación de la estructura productiva- es una de las más notorias. Allí hay un desafío sobre el cual trabajar; con imaginación y voluntad política, todavía podemos ser artífices de nuestro destino. 

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