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Elecciones 2023

Argentina: la inesperada levedad de la continuidad

El gobierno que viene tendrá que armar un show de distracción mientras realiza el ajuste e inicia las reformas inevitables.

La división del cambio causó la victoria de la continuidad
La división del cambio causó la victoria de la continuidad
Andrés Malamud 25 octubre de 2023

Con 180% de inflación anual proyectada y el 40% de la población bajo la línea de pobreza, el peor candidato presidencial posible era el ministro de Economía. Sin embargo, Sergio Massa quedó en primer lugar en las elecciones del 22 de octubre, seis puntos porcentuales por encima de Javier Milei, ganador de las primarias y favorito en las encuestas. ¿Qué justifica este resultado y qué se puede esperar para la segunda vuelta? 

Contra la explicación despechada de los derrotados, no se trata de una cuestión de demanda: la sociedad argentina no optó por apoyar corruptos ni el clientelismo definió la elección. La mayoría de los ciudadanos está insatisfecha con la situación y poco esperanzado con las perspectivas. Lo que motivó la victoria oficialista fue una cuestión de oferta: la quiebra de la oposición por culpa de una interna sanguinaria. La división del cambio causó la victoria de la continuidad. Sin quitarle mérito a la habilidad de Massa para disociarse de su gobierno, no se entiende el resultado sin considerar la incompetencia opositora. 

Otro mito despejado por las elecciones fue el de la apatía social. La sociedad no se mostró indiferente ni despolitizada. Al contrario, la participación subió ocho puntos porcentuales respecto a las PASO y alcanzó el 78%, muy cerca del nivel habitual del 80%. La desesperanza detectada en las encuestas generó una búsqueda de alternativas, no la desmovilización ciudadana. De nuevo, la novedad no fue la demanda social sino la oferta política, que ofreció males menores antes que soluciones creíbles.

El escenario de una segunda vuelta entre Milei y Massa era el más esperado por los analistas, pero en ese orden. El sorpasso de Massa sorprendió tanto como el estancamiento de Milei, aunque había indicios que lo pronosticaban. Los más relevantes surgieron en las últimas dos semanas, cuando el candidato o sus seguidores se metieron con dos vacas sagradas: elogiaron a Margaret Thatcher e insultaron al Papa, sugiriendo inclusive la ruptura de relaciones diplomáticas con el Vaticano mientras no cambiase el vicario del Señor. Con eso no se juega: ni la inglesa que nos ganó en Malvinas puede ser defendida ni el Papa que festejamos como un mundial puede ser atacado. La Iglesia se movilizó en calles y homilías contra el hereje, produciendo un efecto rechazo sobre todo entre los sectores postergados. 

Milei también hostilizó a potencias extranjeras, que reaccionaron para facilitarle la vida a Massa.

China, el estado comunista con el que el libertario propone cortar relaciones comerciales, otorgó un swap de monedas que sirvió como tanque de oxígeno. El gobierno de Brasil, el país que más teme una dolarización porque acabaría con el Mercosur, ofreció los equipos de campaña y asesoramiento utilizados por el mismo Lula. Y los Estados Unidos de Biden, incomodados por un candidato que se dice émulo de Trump, ejercieron influencia por canales discretos. 

A esto se sumó la movilización del aparato peronista en provincias y municipios. Si en las PASO Milei había ganado la zona núcleo (provincias como Córdoba, Santa Fe y Mendoza, que solían votar al cambiemismo) y las periferias geográficas (el norte grande y la Patagonia, territorios generalmente peronistas), en las elecciones de verdad mantuvo la hegemonía en la zona núcleo, pero perdió provincias periféricas.

En otras palabras, el peronismo recuperó votantes antes seducidos por los libertarios mientras Juntos por el Cambio no lo logró. El hecho de que Massa hubiera previamente financiado parte de la campaña de Milei, infiltrado gente en sus listas de candidatos y contribuido a fiscalizar sus boletas facilitó la reversión del favor. 

La ausencia de Alberto Fernández y Cristina Kirchner en la campaña de Massa disipa dos mitos más. El primero es la existencia de hiperpresidencialismo; el segundo, el fanatismo adjudicado al kirchnerismo. Argentina tiene un sistema presidencial en el que el presidente sólo es poderoso cuando lidera a su partido y tiene mayoría en el Congreso; en caso contrario, es un pato rengo o un turista caro. La rosca y la plata, ésas sí, sirven; pero Massa ha demostrado que no hace falta sentarse en el sillón presidencial para manejarlas.

Por su parte, la flexibilidad adaptativa del kirchnerismo es, a esta altura, un dato adquirido. 

Las victorias de Jorge Macri en la ciudad de Buenos Aires y de Axel Kicillof en la provincia homónima sugieren que la continuidad y el cambio a veces son indistinguibles. Si los libertarios fallan la presidencia, la Argentina que viene se parecerá demasiado a la que fue. 

Y el ballotage puede ser tan sorpresivo como lo fueron las PASO y las elecciones generales. A priori, sin embargo, Massa tiene dos ventajas: seis puntos porcentuales de diferencia y puentes tendidos en todas las direcciones. Milei, en contraste, perdió la pole position y dedicó la campaña a dinamitar puentes. Después de contar que hacía vudú con un muñeco de Alfonsín y de denunciar a Patricia Bullrich por poner bombas en un jardín de infantes, la construcción de coaliciones podría tornarse complicada.

Massa prefirió moderar el discurso, hablar bien de los adversarios y convocar a un gobierno de unidad nacional. 

Mientras tanto, los argentinos gastan como si no hubiera mañana y la economía se hunde como si fuera ayer. El Gobierno que viene tendrá que armar un show de distracción mientras realiza el ajuste e inicia las reformas inevitables . Alguien podría pagar con la prisión esa necesidad de comprar tiempo político y crédito social. Macri y Cristina, los hacedores de la grieta, miran de reojo ese futuro que los puede encontrar unidos.

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