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De pólvora, líderes y magnicidios

El intento de magnicidio, aunque novedoso en la historia reciente, pasa a formar parte de la crónica de la violencia política argentina.

De pólvora, líderes y magnicidios
Tiki Gomez Goldin 14 octubre de 2022

El reciente intento de magnicidio de la vicepresidenta dejó atónito a una jóven generación que, por fuera de los levantamientos de los carapintadas y del 2001, casi no había experimentado violencia política. Los intentos de este tipo de asesinatos no son algo nuevo en nuestro país y toman lugar incluso en las democracias más estables. Atentar contra la vida de líderes conlleva un significado mucho más profundo que simplemente arrebatarles la vida a grandes figuras ya que el crimen perpetrado persigue acabar con lo que hay detrás de ellos.

Los intentos de magnicidios no constituyen ningún hecho novedoso en la Argentina. La vida de Raúl Alfonsín fue puesta en peligro en dos ocasiones: la primera en la provincia de Córdoba en 1986 y la segunda en 1992 en San Nicolás. Otras experiencias notorias en nuestro país de estos intentos incluyen a Juan Manuel de Rosas con la célebre “maquina infernal”; a Domingo Faustino Sarmiento, a Julio Argentino Roca con una piedra cuya herida quedó inmortalizada por Juan Manuel Blanes en el retrato “Apertura del Período Legislativo de 1886”; a Manuel Quintana en un hecho con similitudes al de Cristina Kirchner; a José Figueroa Alcorta; a Victorino de la Plaza, a Don Hipólito Yrigoyen, a Juan Domingo Perón, y al senador Lisandro de la Torre, cuyo episodio dio luz al celebre film “Asesinato en el Senado de la Nación”. Otra suerte corrieron, Justo José de Urquiza, Manuel Dorrego o Pedro Eugenio Aramburu, cuyos intentos de asesinato fueron dramática y exitosamente consumados.

De más está decir que el asesinato de mandatarios y dirigentes no se circunscribe a nuestra frágil democracia ni a los tiempos modernos. Es casi imposible elaborar un listado exhaustivo de atentados contra líderes políticos ya que este podría remontarse desde Julio César a manos de Brutus hasta Mahatma Gandhi y Olaf Palme, atravesando a los 4 presidentes estadounidenses (Lincoln, Garfield, McKinley y Kennedy). De hecho, en los últimos tiempos, fuimos testigos de cientos de tapas de diarios y horas de televisión dedicadas al asesinato del ex primer ministro japonés, Shinzo Abe, del haitiano Jovenel Moïse o del libio Ghadaffi.

Afortunadamente, el caso de Cristina Kirchner se sitúa, al contrario de los anteriormente mencionados, dentro de los intentos fallidos, tales como los de Ronald Reagan, Fidel Castro, Jair Bolsonaro y Juan Pablo II. Pero, sin cuestionamiento alguno acerca de a quién se intentó asesinar, cabe indagar un poco más acerca del significado y peso simbólico detrás del atentado contra la líder indiscutida del peronismo del siglo XXI y entender “qué” se quiso “eliminar”.

En todos estos casos, cabe preguntarse si lo que se intenta liquidar con estos atentados es a la persona que lidera, al sector que conduce, la política que promueve o a la idea que encarna.

El condimento extra de la política argentina, que tan particular nos hace, es sin duda alguna el peronismo. Luego del derrocamiento y proscripción en 1955, nuevas generaciones originarias de familias no peronistas se sumaron a sus filas y a su lucha. La violencia y el clima de época, tanto de la década de los 60s como de los 70s, representaron incluso una suerte de estimulante a la mística romántica en torno al partido justicialista y sus expresiones satelitales. Y en el presente, cuando atravesaban una feroz crisis interna donde incluso el interbloque del Frente de Todos en la HCDN corría el riesgo de romperse a manos de los sectores liderados por Juan Grabois, entre otras fracturas, el tiro que tenía por intención finalizar con la vida de Cristina Fernández de Kirchner los logró reagrupar nuevamente. Si hay una curiosidad que ha demostrado nuestra historia es que mientras más violencia se intente ejercer sobre el movimiento fundado por Perón a este más se lo revitaliza. 

Es así como llama la atención que cuanto mayores son los intentos de las distintas expresiones antiperonistas más recalcitrantes (y no democráticas) de terminar con el movimiento justicialista, bajo la épica de la resistencia, este termina robusteciéndose.

¿Qué es entonces, cabe preguntarse, lo único capaz de vencer al peronismo? Sus propios errores. Sin desmerecer el desempeño del panradicalismo, en 1983, cuando la sociedad argentina estaba hastiada de tanta violencia, en las urnas le dio un “No” al ataúd quemado de Hermilio Iglesias. En 1999 los argentinos le dijeron que sí a la continuidad de la convertibilidad pero no al modelo que se mostraba caduco, corrupto y dividido. Más aún, con la llegada del kirchnerismo al poder, la oposición no encontró por más de una década incentivo ni formato alguno para dirimir sus diferencias hasta que el mismo peronismo le otorgó la mejor herramienta para que devengan en una opción más que competitiva: las PASO. Y en las legislativas del 2021, el kirchnerismo vio cuestionado, de la mano de la rebeldía de la juventud libertaria, aquel sector que consideraban incuestionablemente propio y cuya participación habían promovido desde el 2012 con Ley de Voto Jóven

En definitiva, resulta sugerente como cuando sectores radicalizados, antidemocráticos y extremos atacan violentamente contra este lo termina fortaleciendo pero es el mismo peronismo quien le otorga a sus adversarios las herramientas para el triunfo. 

La diferencia con la joven generación democrática conmovida ante lo sucedido reside en que concibe dos reglas de la democracia que los magnicidas y extremistas no: Asesinar a un líder no es acabar con el movimiento; y en la democracia no se lucha, se compite, no se combate, se representa.

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