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¿Quién es el jefe?

Muchos políticos caen en la tentación de sentirse la razón y no el instrumento de sus votantes

El político se debate entre seguir encuestas o liderar a ciegas.
El político se debate entre seguir encuestas o liderar a ciegas.
Julio Burdman 03 julio de 2022

El día después de la elección, lo mejor que puede hacer el ganador es contratar a un politólogo. No para arrancar la campaña hacia la próxima elección, sino para investigar lo que ocurrió ayer. 

Con ayuda de encuestas y estudios estadísticos tendrá un panorama de quiénes lo votaron, qué vieron en su candidatura y para qué lo pusieron allí. Solo así, sabiendo, podrá hacer bien su trabajo. Que no es otro que ser un humilde servidor de los deseos de sus votantes.

Lo opuesto a ello es el político que cree saber cuál es su mandato. Engañado por su gran ego, piensa que los votos recibidos le pertenecen. Que fueron un premio a su maravillosa personalidad, retórica o ideas. Así, cae en la tentación de sentirse la razón y no el instrumento de sus votantes, y se autoriza a decidir por sí mismo su lugar en la política. Y termina cometiendo el error principal de un político en democracia, que es alejarse de quienes lo eligieron. 

Los ejemplos más claros de este síndrome son políticos que recibieron mucho apoyo una sola vez, y lo perdieron igual de rápido. En las elecciones de 2003, Ricardo López Murphy obtuvo tres millones y medio de votos. Quedó tercero detrás de Néstor Kirchner, a pocos puntos de entrar en el balotaje. 

Los datos mostraban que casi todos sus votantes habían elegido a Fernando De la Rúa cuatro años antes, y se habían quedado sin partido tras el derrumbe de la Alianza. Con esa información, tal vez debió trabajar por la reconstrucción del espacio radical. Pero López Murphy interpretó que el tiempo de los radicales había terminado, y que su misión era crear un nuevo partido liberal de centroderecha. Poco después se asoció a Mauricio Macri y fundó el PRO. Pero en 2007, sus votantes radicales de 2003 se redirigieron hacia las fórmulas Lavagna-Morales y Carrió-Giustiniani.    

Algo similar ocurrió con Francisco De Narváez. En las elecciones legislativas de 2009, su lista en la provincia de Buenos Aires venció a la del oficialismo, que llevaba nada menos que a Néstor Kirchner, Daniel Scioli y Sergio Massa en la misma boleta. En este caso, hubo sobrada evidencia de que el triunfo de De Narváez se debió a que había capturado muchos votos que habían acompañado al peronismo en 2007. Sin embargo, De Narváez hizo una alianza con el radicalismo para la votación siguiente, que llevó a Ricardo Alfonsín como candidato presidencial. 

Tanto López Murphy como De Narváez cometieron el mismo error: creyeron que tenían una base electoral asegurada, y que podían llevarla consigo a nuevas alianzas. Pero no funcionó así. 

A López Murphy lo votaron para que actúe como radical y a De Narváez como peronista, y ambos fueron abandonados cuando tomaron otros rumbos. Sus casos dejan lecciones, porque muchos protagonistas de la política de hoy -Alberto Fernández, Facundo Manes, Javier Milei- también son “nuevos”, recibieron un apoyo repentino, y hoy enfrentan acusaciones de alejarse de votantes a los que no terminarían de conocer. 

En el oficialismo, el eje central de las críticas de Cristina Kirchner al “novato” Alberto Fernández es por la correcta representación de la base peronista. “Escuche al pueblo”, fue una de las primeras cosas que le dijo públicamente, hace ya casi un año. 

En rigor, toda la dirigencia del Frente de Todos sufre pérdidas de apoyo a consecuencia del malestar socioeconómico. La vicepresidenta no rompe con la coalición que creó, pero trata de mitigar la pérdida con un distanciamiento en nombre de sus votantes, que perdonan cualquier cosa salvo el bolsillo. Defender el salario de la inflación y recuperar el control de las políticas sociales son ahora los temas principales del cristinismo. 

El radicalismo, a su vez, tiene que administrar su propia disyuntiva estratégica. Las encuestas muestran que el “sentimiento radical” creció, y que muchos votantes de Juntos por el Cambio estarían dispuestos a apoyar a un candidato de la UCR aún si rompiera con el PRO. 

Pero algunos radicales no saben qué hacer con este buen momento; más concretamente, no saben qué hacer con Juntos por el Cambio. Tienen en claro que este nuevo segmento de votantes propios no es macrista, pero pagan costos cada vez que intentan profundizar su autonomía. Tanto Manes como Morales son acusados de mantener contactos con sectores del peronismo, a espaldas del espíritu “no-peronista” de Juntos por el Cambio.

Finalmente, Javier Milei también tiene un problema de identidad. Recibió un buen lote de votos en la Ciudad y ya tiene las condiciones para ser la tercera fuerza nacional, aunque en 2022 no está claro hacia dónde va. ¿Sus votantes están decepcionados del cambiemismo, o de la política en general, o demandan un neomenemismo? 

Las estrategias derivadas de una u otra respuesta son distintas. Milei opta por mantenerse fiel a sí mismo y sus ideas libertarias, con la convicción de que en él está la solución al trilema. Pero en algún momento deberá optar, y le irá mejor si su decisión se alinea con lo que disponen sus jefes del electorado.

Notoriamente, el espacio que tiene menos dificultades a la hora de interpretar a su base es el PRO. Tiene otro problema: todavía pesa sobre sus espaldas la derrota de Macri en 2019, y en las encuestas una porción importante de la sociedad identifica al ex presidente como co-responsable de los problemas económicos del presente. Pero así y todo, para bien o para mal, es el partido que mejor hace el trabajo de investigar las demandas de sus propios votantes, y el más flexible a la hora de adaptarse a ellas.

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